A raíz de la discusión sobre el coste económico de una campaña electoral, que muchas voces consideran excesivo, se vienen presentando propuestas de ahorro que reduzcan de manera considerable el gasto. A modo solo de apunte, diré que invertir en democracia me parece esencial y que las campañas electorales cumplen una función importante para aquella. Con todo, no es estrictamente el objeto de este artículo. Quisiera centrarme en un apartado de aquellas propuestas ahorradoras que utiliza como paradigma la multiplicación de los debates televisivos (ampliado el canal de difusión por las nuevas tecnologías, lógicamente). Según su tesis, los debates serían una manera barata y muy efectiva de dar a conocer las propuestas de las diferentes formaciones políticas, contrastándolas, y ayudando así mejor al electorado a formarse una opinión y decidir.
No diré yo que no deban hacerse debates electorales de este tipo. Son, sin duda, una ayuda más. Ahora bien, cuidado. Los tiempos televisivos son los que son, de tal manera que difícilmente puede en el marco de un debate múltiple vislumbrarse siquiera la propuesta de gobierno da cada partido político. Más bien, y ello se ve con claridad en el análisis posterior de "quién ha ganado", se produce un fenómeno que tiene que ver con la influencia de las intervenciones en la formación de la voluntad electoral. A poco que se indague, serán los aspectos formales, el físico, lo gestual, el discurso compuesto necesariamente solo de eslóganes, aquello que más vaya a condicionar a quienes asistan al espectáculo.
Todo esto tiene mucho que ver con un fenómeno que ya hemos analizado con anterioridad, la "banalización" de nuestra sociedad. Es casi imposible que hoy alguien lea las propuestas electorales (el programa) de las distintas formaciones para luego decidir. Y no se alegue que después se incumplen y, por tanto, son inútiles. Si tal cosa se produjera, una sociedad madura debiera estar en condiciones de exigir responsabilidad y actuar en consecuencia. Claro que, para ello, antes hay que leer y contrastar. Pero no hay tiempo, se dice, y se recurre a lo superficial, a quién dijo la frase más ingeniosa, o más hiriente, a quién tuvo tics o mostró nerviosismo, a quién demostró más "carisma" y otras cuestiones secundarias.
La nueva política (si, si, ya sé) se caracteriza, entre otros aspectos, por la velocidad del discurso. Medidas en palabras por minuto, cualquier alocución de los nuevos dirigentes supera con creces a las de los políticos más clásicos. No necesariamente dicen cosas más interesantes, pero sí más cosas, y a una velocidad que impide al cerebro del receptor asimilar en profundidad el mensaje. Ese mensaje ocupa la superficialidad del pensamiento, lo que hoy domina. En parte, por eso triunfa, da la impresión de ser un discurso más sólido, más inteligente, más efectivo. Por eso vende mejor, porque se compra más fácilmente. No necesito pensar, discurrir, asentar las ideas. Basta con impregnarse de banalidad. Se entiende así, entre otras cosas, lo acrítico de sus seguidores. Hoy acepto lo contrario de lo que se dijo ayer porque la superficialidad se borra con una facilidad extraordinaria. Una capa de pintura tapa la anterior. Con igual tranquilidad, acepto la práctica de lo contrario del discurso como si fuese no solo natural, sino casi obligado. Por supuesto, más que justificable.
Basten estas razones (hay más) para entender que siempre abogue por, más allá de los debates, la lectura sosegada y comparativa de las ofertas programáticas. Nos jugamos tanto en esos contratos que elegir uno u otro puede condicionarnos la vida. No nos conformemos con la imagen, vayamos al fondo. Merece la pena el esfuerzo. Además, lo contrario es irresponsable.
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