miércoles, 17 de febrero de 2016

ESPAÑA

Entre otras muchas consecuencias negativas de cuarenta años de dictadura, tras un golpe de estado que condujo a una guerra civil y a una represión brutal posterior, el concepto España, que el llamado régimen utilizó para equipararlo a sí mismo, pasó a formar parte efectivamente, en el inconsciente colectivo de este país,  de aquel sistema opresor. La bandera, el himno, todos los símbolos que definen una colectividad (si, ya sé que en un gesto atávico), llegaron  a identificarse con la dictadura de tal forma, que aún hoy pervive en buena parte de la ciudadanía española una aversión, extraña para otras naciones, hacia ellos.

La transición a la democracia, al no juzgar y condenar lo pasado, sino optar por un modelo de consenso, permitió (alentó incluso en algún momento y por parte de determinados colectivos) que aquella vinculación subconsciente siguiera, de tal manera que incluso el propio sustantivo (España) parecía patrimonio de la derecha heredera del franquismo.

España, como cualquier otro país, no es sino una construcción humana que abarca múltiples aspectos y que tiene su esencia en un proceso histórico en el transcurso del cual se ha ido conformando (lo que le da, apuntenlo, un carácter dinámico) hasta el momento actual. Esa convención entre personas, que se dotan de una estructura compleja común para alcanzar objetivos compartidos y se cimenta en la cultura (parte importante de la cual es la lengua) y en una relación emocional fundamental, ha de ser valorada siempre por su capacidad, como forma de organización, para mejorar la vida de las gentes que la componen (con criterios de justicia social y solidaridad externa, añado yo). 

Nadie debe dudar que la nueva dimensión de nuestro planeta, empequeñecido a efectos prácticos por la mejora de los sistemas de comunicación y transporte, requiere de una nueva manera de articulación, más global, capaz de responder a problemas que solo tienen solución en un ámbito supranacional. De ahí que los procesos de cohesión entre naciones adquieran extraordinaria importancia. 

Frente a esa evidencia, que  engarza con el inherente internacionalismo de cualquier proyecto político de izquierda, hay quienes se empeñan en dividir con base en un erróneo principio, definido de manera imprecisa como "derecho a decidir". Se establece como herramienta democrática que una parte de un país, o sea, la gente que en este momento  habita en ella, acuerde de manera unilateral que rompe los vínculos existentes con el conjunto y conforma un estado diferenciado, nuevo.

Todo es defendible, también el error, o el egoísmo, y aún el interés de clase de una oligarquía territorial concreta (incluso con la complacencia inicial de otra oligarquía, quien sabe si pactada). Convendría, eso sí, que se hiciera a cara descubierta, poniendo sobre la mesa los verdaderos intereses (que nunca son del total). Todo deviene pútrido cuando se esconde la verdad, y se engaña al conjunto con falsas razones, con emociones creadas artificialmente a través de la propaganda (en todas sus variantes), falseando la historia... Ahora bien, si encima se pretende presentar como una iniciativa de izquierdas -dirigida, pues, a lograr justicia social para la clase trabajadora-, entonces lo pútrido deviene infecto y eso requiere otro tipo de argumentación para ser contrarrestado.



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