Hago un paréntesis en la serie precongresual iniciada, porque no me resisto a expresar mi opinión sobre lo sucedido en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Confesaré que me levanté esta mañana con un nudo en el estómago. Esperaba la victoria de Hillary Clinton, pero una cierta inquietud me acechaba. De hecho, tardé unos minutos en enceder mi transistor. Solo tuve que oír el tono de voz de Pepa Bueno para comprender que aquello que parecía tan improbable se había hecho realidad. Es cierto que en aquel momento, la propia periodista, Javier del Pino desde Washington, querían mostrar cautela porque los últimos estados en el recuento aún no tenían datos definitivos. Pero a las 7 y 15 de la mañana, hora española, pese a ese desesperado intento por aferrarse a un hilo de esperanza, la suerte estaba echada. Donald Trump era presidente electo.
Imagino que como otra mucha gente, al estupor siguió la preocupación. Una intranquilidad que, pese a ese discurso primero, aparentemente conciliador del ganador de las elecciones, se mantiene incólume a esta hora. De hecho, creo que ha llegado para instalarse, al menos, durante los próximos cuatro años.
He pensado en mis hijas, en mi hijo, en el planeta que les tocará vivir. Confieso en estos momentos mi pesimismo. Como tantas veces he afirmado, la injusticia absoluta que impera en el mundo, la injusticia atroz que significa la opulencia frente a la miseria, el derroche frente al hambre, a la pobreza extrema, no puede resistir su exposición pública, su foto constante, su presencia permanente en nuestras casas. Hoy todo eso no se puede esconder. Quienes habitamos el mundo rico, sabemos de las penurias de buena parte de la humanidad; por contra, quienes desde esa carencia de lo más elemental nos ven, y ahora sí nos ven, deben desear para sus propios hijos un futuro digno. Y seguro que pensarán que bastaría un pequeño esfuerzo de reparto de la riqueza de este planeta para solucionar esa desigualdad que nos debería avergonzar a todas y todos.
Dos sentimientos se contraponen. De un lado, el miedo de una parte de la población a perder sus privilegios, de otra la rabia del que nada tiene, del que ve morir a los suyos. Es cierto que en ambas partes hay sed de justicia, de solidaridad entre las gentes, y esperanza, esperanza en una vida mejor y más equitativa. Hoy por hoy, por obra y gracia del pensamiento neoliberal que acompaña al capitalismo financiero más salvaje e inhumano, por demérito también de quienes no logramos hacer atractivo un discurso honesto, aquellas emociones primitivas se imponen frente a las que la cultura humana ha ido tejiendo a lo largo de la historia.
Sin embargo, concluyo. El pesimismo no es derrota. De inmediato se transforma en el compromiso renovado de lucha por la justicia desde mis principios socialistas. Contra Trump y contra quien haga falta.
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