La colectividad, los proyectos comunes entre humanos, llámense como se llamen, han de tener como objetivo mejorar la vida de todos y cada uno de sus componentes desde el esfuerzo compartido y el sentido de justa equidad. Desde el inicio de los tiempos, nuestra especie ha necesitado de la grupalidad para subsistir primero, para expandirse después. Con enormes dificultades por el camino, hemos llegado al punto donde estamos. Con sus bondades y sus defectos, con sus esperanzas y sus riesgos, con seguridad el potencial que hoy tiene la humanidad para existir en comunión con el planeta, para elevar su capacidad colaborativa hasta cotas nunca alcanzadas es inmenso. La globalización, con todos sus aspectos perjudiciales en potencia y en la práctica, no deja de ser un escenario donde la cooperación podría alcanzar niveles extraordinarios. Hoy no solo tenemos la capacidad de detectar, en tiempo real, cualquier problema que afecte a una parte de la población, grande o pequeña, de cualquier territorio, por recóndito que sea, sino también la de actuar casi en tiempo real para darle solución paliativa o definitiva. El porqué no se hace tiene que ver con la esencia propia del ser humano y la construcción cultural a lo largo de la historia. Buena parte de los códigos éticos, vinculados o no a una determinada creencia religiosa, tienen por objeto el señalamiento de los impedimentos individuales para aquella justa empresa común: coloco por mi cuenta al egoísmo en la cúspide de cuantos defectos la componen. El yo frente al otro, solo superable culturalmente, es el germen primigenio de cualquier desigualdad y, por ende, injusticia posterior. Y la consecuencia más inmediata del egoísmo, la propiedad, su mayor perversión. Lo mío frente a ti está en la raíz de los conflictos. Y los conflictos construyen rupturas, fragmentación que aleja la utopía de una humanidad justa y en paz. Tal vez nuestra especie nunca consiga aquel objetivo primero. Tal vez, incluso, tal objetivo no exista sino en el pensamiento de un puñado de ingenuos. Tal vez... De momento, se trata de hacer cuanto esté en nuestra mano para acercarlo más. Parece fácil. Nada de eso. He andado estos días por esos mundos de dios, carreteras y caminos, pueblos y ciudades. En estas ultimas, especialmente, pero no solo, la inacción se me ha vuelto como la imagen de un espejo que me sitúa ante mis propias contradicciones. Y tengo excusas. A puñados. Alguna de ellas muy convincentes, capaces de ser utilizadas como argumentos en un debate. Pero son falsas. Cada vez que he visto a alguien tirado en la calle, durmiendo al raso, pidiendo para comer o para emborracharse o para comprar la droga que necesita como el enfermo que es, y he pasado de largo, sin hacer nada, sin tender una mano, depositando a lo sumo una insignificante moneda en la gorra colocada en la acera, he aparecido del otro lado como un ser aborrecible al que contradictoriamente aborrezco. Y sé la solución: compartir todo cuanto un papel dice que es mío. Compartirlo hasta hacer desaparecer ese sentimiento de posesión. Pero tengo un montón de excusas para no hacerlo. Algunas de ellas tan buenas, tan convincentes, que sirven para callarme incluso a mí que reconozco su falaz naturaleza.
Alguno pensará, después de toda esta parrafada, qué tiene que ver todo esto con la autodeterminación, el deseo de independencia, la amnistía o la formación del gobierno. Podría explicarme, pero sinceramente creo que ni falta hace.
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