Asisto con dolor al conocimiento de otro crimen machista en nuestro país. Esta vez en Almería. Una joven veinteañera (con toda la vida por delante), ha sido asesinada por su ex pareja, también joven, que, a su vez, ha acabado suicidandose por ahorcamiento. Lejos de asistir desde la frialdad de la distancia a este crimen como un acto execrable más, procuro imaginar qué puede llevar a un hombre a matar a una mujer y acabar después con su propia vida, con objeto de compartir una reflexión sobre la manera en que podemos acabar con esta sangría que sufren las mujeres.
Colijo, en primer lugar, que debe anidar una desesperación muy grande en la mente del individuo para llevar a cabo esas acciones. ¿De dónde surge? Y aquí generalizo en la respuesta. Creo que la construcción de un pensamiento del dominio y pertenencia que caracteriza a una gran cantidad de hombres está en la base de la incapacidad para gestionar el posible dolor que una decisión de la mujer, en el ejercicio de su libertad incuestionable, pueda provocar. Así, en lugar de aceptar, el rol conformado impele a la negación, a la coerción, a la violencia, en caso extremo, al crimen. No se trata en absoluto de justificar, cuanto de explicar para acabar con esa infamia de manera colectiva.
Conviene aquí la referencia a la hipocresía. Buena parte de la sociedad se lamenta, reprueba, condena los actos de violencia machista. Y con seguridad se hace desde la sinceridad. Pero un momento después, ese rechazo se diluye y no da lugar a la necesaria coherencia en la conformación, defensa y práctica de los valores colectivos asociados. Continúa, desde múltiples frentes, la proyección de la figura de la mujer como objeto, cuando no como mercancía.
Ganar dinero a toda costa, como mecanismo de satisfacción personal y reconocimiento colectivo, constituye una aberrante base para la determinación de los principios y valores a defender. Ese motor, en una sociedad global, gangrena el pensamiento, lo pudre. Y no se espere, segunda hipocresía, que la escuela, que el sistema educativo, corrija ese deriva. Todo lo más podrá minimizar daños, pero los estímulos que los jóvenes, que las jóvenes reciben desde la multitud de canales hoy abiertos van, mayoritariamente, en la dirección contraria, y son herramientas de construcción de la personalidad mucho más poderosas que la educación institucionalizada, con frecuencia aquejada además de una fosilización incapacitante.
No puede ser que un niño, una niña (o adulto, o adulta), asista a espectáculos (y digo bien, espectáculos) en los que se banaliza hasta el extremo la vertiente ética de la persona, para proyectar como objetivo vital el éxito individual, siempre efímero, basado en la comercialización del propio ser, expuesto desde la vertiente más escabrosa, más superficial.
Mientras el conjunto de la sociedad no sea capaz de actuar para impedir que esos valores fundados en el éxito medido en parámetros materiales se difundan como hoy lo hacen, infiltrándose en el pensamiento que determina después la acción, las decisiones, no habrá solución al machismo y a la consiguiente violencia dominadora.
Soy profundamente pesimista en cuanto a nuestra capacidad para cambiar el rumbo de esta sociedad banal que se consolida cada día con más fuerza. Hoy el virus del individualismo, del egoísmo, del placer frente a la felicidad circula por conductos multiplicados y directos a cada persona, en cada rincón. Tengo, entonces, la sensación de que solo nos queda paliar (y es importante), aunque en el fondo quisiera no rendirme, no asistir a la rendición colectiva. La humanidad merecería algo mejor.
A Carme Chacón, que golpeó sin descanso el techo de cristal